Desenmascarando el yo de la venganza

 

Por: Adolfo Paniagua Contreras

No era una noche terrorífica. Parecía normal como todas las noches en que casi nadie experimenta lo extraordinario; una noche habitual; solo perturbada por el ruido monótono de las motocicletas, el sonido estridente de algún equipo del infierno, o la reyerta ocasional de los que siguen una perra.

Lo cierto es que sucedió (perdóneme Elías Rodríguez). Sin saber por qué ni para qué, se me puso enfrente. Había un destello algo singular en su rostro, y sus ojos refulgían un tenue vapor similar a la nieve.

Sin mediar palabras, me tomó de la mano izquierda, lo que me hizo pensar que a lo mejor quería un abrazo, pero no fue así. Suavemente, parsimoniosa como una bailarina china, y una sonrisa de rosa cuando desencajan sus hojas, lentamente llevó mi mano a su boca, por lo que murmuré dentro de mí: "me va a dar un beso". Cuando abrió sus gruesos labios, ¡ay! mi madre, me clavó unos dientes que no parecían eso, sino clavos de acero. El dolor fue inmenso e intenso. Yo, desconcertado por la sorpresa, adolorido, pero a la vez enojado, furioso como no es mi costumbre en vigilia, le agarré un dedo que alzaba en señal de amenaza frente a mi, y le hice no lo mismo, porque mis dientes son pequeños, con rendijas, como las que dicen de las mujeres putas, pero sí la apreté bastante fuerte como para habérselo amputado; sin embargo, ¡vaya sorpresa mía!, la señora, cuya edad presumí era de unos 30 años, se quedó impávida, inmutable, anestésica.

Como si nada hubiera sucedido, me respondió con una risa estertórea, explosiva, sarcástica, y me dijo: "¡Ua! no me dolió, no me dolió, y repetía: "no me dolió". Ya un poco calmado por la curiosidad de semejante fenómeno, le pregunto: ¿Por qué no te dolió?. Su respuesta inesperada, me hizo retornar al instante al mundo de los "vivos": "Porque soy una muerta".-

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