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La fábula del rey Midas

Por: Adolfo Paniagua Contreras 

COROLARIO/ La mitología encierra graves enseñanzas

Cuenta la mitología griega que Midas (740 a. C. y el 696 a. C.), aproximadamente, rey de Frigia, era muy poderoso. Tenía de todo lo que se necesita para vivir honrado por una sociedad que mira más las cosas terrenales que su propia razón de ser y de existir. Pero, en los humanos hay un defecto capital que induce a la comisión de todo tipo de inconsistencias: el yo de la avaricia.

Pese a que tenía de todo, el yo de la avaricia le hacía creer que necesitaba más. Entonces, al pedirle un deseo a los dioses, contrario a lo que pidiera el rey Salomón, que fue sabiduría, Midas se quedó atrapado en las apariencias, en lo ilusorio y pasajero de este mundo, por lo que, sediento de más riquezas, le pidió a los dioses que todo lo que sus manos tocaran se convirtiera en oro, pese a que atesoraba grandes cantidades de ese precioso metal, como cuenta la leyenda: “…Lo almacenaba en las grandes bóvedas subterráneas de su palacio, y pasaba muchas horas del día contándolo una y otra vez”…

Naturalmente, como el rey Midas era un hombre de consciencia dormida, lo que menos podía advertir era que su prenda querida, Caléndula, su hija, iba a pasar por la metamorfosis que experimentó. Pero para no contarles la historia, que es la parecida historia de mucha gente en el mundo, héla aquí:

  “Érase una vez un rey muy rico cuyo nombre era Midas. Tenía más oro que nadie en todo el mundo, pero a pesar de eso no le parecía suficiente. Nunca se alegraba tanto como cuando obtenía más oro para sumar en sus arcas. Lo almacenaba en las grandes bóvedas subterráneas de su palacio, y pasaba muchas horas del día contándolo una y otra vez.

    Ahora bien, Midas tenía una hija llamada Caléndula. La amaba con devoción, y decía:

    – Será la princesa más rica del mundo.

    Pero la pequeña Caléndula no daba importancia a su fortuna. Amaba su jardín, sus flores y el brillo del sol más que todas las riquezas de su padre. Era una niña muy solitaria, pues su padre siempre estaba buscando nuevas maneras de conseguir oro, y contando el que tenía, así que rara vez le contaba cuentos o salía a pasear con ella, como deberían hacer todos los padres.

    Un día el rey Midas estaba en su sala del tesoro. Había echado la llave a las gruesas puertas y había abierto sus grandes cofres de oro. Lo apilaba sobre mesa y lo tocaba con adoración. Lo dejaba escurrir entre los dedos y sonreía al oír el tintineo, como si fuera una dulce música. De pronto una sombra cayó sobre la pila del oro. Al volverse, el rey vio a un sonriente desconocido de reluciente atuendo blanco. Midas se sobresaltó. ¡Estaba seguro de haber atrancado la puerta! ¡Su tesoro no estaba seguro! Pero el desconocido se limitaba a sonreír.

    – Tienes mucho oro, rey Midas -dijo.

    – Sí -respondió el rey-, pero es muy poco comparado con todo el oro que hay en el mundo.

    – ¿Qué? ¿No estás satisfecho? -preguntó el desconocido.

    – ¿Satisfecho? -exclamó el rey-. Claro que no. Paso muchas noches en vela planeando nuevos modos de obtener más oro. Ojalá todo lo que tocara se transformara en oro.

    – ¿De veras deseas eso, rey Midas?

    – Claro que sí. Nada me haría más feliz.

    – Entonces se cumplirá tu deseo. Mañana por la mañana, cuando los primeros rayos del sol entren por tu ventana, tendrás el toque de oro.

    Apenas hubo dicho estas palabras, el desconocido desapareció. El rey Midas se frotó los ojos.

    – Debo haber soñado -se dijo- , pero qué feliz sería si eso fuera cierto.

    A la mañana siguiente el rey Midas despertó cuando las primeras luces aclararon el cielo. Extendió la mano y tocó las mantas. Nada sucedió.

    – Sabía que no podía ser cierto -suspiró. En ese momento los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Las mantas donde el rey Midas apoyaba la mano se convirtieron en oro puro-. ¡Es verdad! -exclamó con regocijo-. ¡Es verdad!

    Se levantó y corrió por la habitación tocando todo. Su bata, sus pantuflas, los muebles, todo se convirtió en oro. Miró por la ventana, hacia el jardín de Caléndula.

    – Le daré una grata sorpresa -dijo. Bajó al jardín, tocando todas las flores de Caléndula y transformándolas en oro-. Ella estará muy complacida -se dijo.

    Regresó a su habitación para esperar el desayuno, y recogió el libro que leía la noche anterior, pero en cuanto lo tocó se convirtió en oro macizo.

    – Ahora no puedo leer -dijo-, pero desde luego es mucho mejor que sea de oro.

    Un criado entró con el desayuno del rey.

    – Qué bien luce -dijo-. Ante todo quiero ese melocotón rojo y maduro.

    Tomó el melocotón con la mano, pero antes que pudiera saborearlo se había convertido en una pepita de oro. El rey Midas lo dejó en la bandeja.

    – Es muy bello, pero no puedo comerlo. -dijo. Levantó un panecillo, pero también se convirtió en oro-. ¿Qué haré? Tengo hambre y sed, y no puedo beber ni comer oro.

    En ese momento se abrió la puerta y entró la pequeña Caléndula. Sollozaba amargamente, y traía en la mano una de sus rosas.

    – ¿Qué sucede, hijita? -preguntó el rey.

    – ¡Oh, padre! ¡Mira lo que ha pasado con mis rosas! ¡Están feas y rígidas!

    – Pues son rosas de oro, niña. ¿No te parecen más bellas que antes?

    – No -gimió la niña-, no tienen ese dulce olor. No crecerán más. Me gustan las rosas vivas.

    – No importa -dijo el rey-, ahora come tu desayuno.

    Pero Caléndula notó que su padre no comía y que estaba muy triste.

    – ¿Qué sucede, querido padre? -preguntó, acercándose. Le echó los brazos al cuello y él la besó, pero de pronto el rey gritó de espanto y angustia. En cuanto la tocó, el adorable rostro de Caléndula se convirtió en oro reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no podían besarlo, sus bracitos no podían estrecharlo. Ya no era una hija risueña y cariñosa, sino una pequeña estatua de oro.

    El rey Midas agachó la cabeza, rompiendo a llorar.

    – ¿Eres feliz, rey Midas? -dijo una voz. Al volverse, Midas vio al desconocido.

    – ¡Feliz! ¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre más desdichado de este mundo! -dijo el rey.

    – Tienes el toque de oro -replicó el desconocido-. ¿No es suficiente?

    El rey Midas no alzó la cabeza ni respondió.

    – ¿Qué prefieres, comida y un vaso de agua fría o estas pepitas de oro? -dijo el desconocido.

    El rey Midas no pudo responder.

    – ¿Qué prefieres, oh rey, esa pequeña estatua de oro, o una niña vivaracha y cariñosa?

    – Oh, devuélveme a mi pequeña Caléndula y te daré todo el oro que tengo -dijo el rey-. He perdido todo lo que tenía de valioso.

    – Eres más sabio que ayer, rey Midas -dijo el desconocido-. Zambúllete en el río que corre al pie de tu jardín, luego recoge un poco de agua y arrójala sobre aquello que quieras volver a su antigua forma. -El desconocido desapareció.

    El rey Midas se levantó de un brinco y corrió al río. Se zambulló, llenó una jarra de agua y regresó deprisa al palacio. Roció con agua a Caléndula, y devolvió el color a sus mejillas. La niña abrió los ojos azules.

    – ¡Vaya, padre! -exclamó-. ¿Qué sucedió?

    Con un grito de alegría, el rey Midas la tomó en sus brazos.

    Nunca más el rey Midas se interesó en otro oro que no fuera el oro de la luz del sol, o el oro del cabello de la pequeña Caléndula”.

      Adaptación de un texto de Nathaniel Hawthorne.

 

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